Acaso muchos de nosotros hayamos sido suicidas en algún minuto de nuestra existencia. Acaso nuestra propia forma de ser haya sido el gatillo perfecto: tal vez la rebeldía, acaso una pasión desmedida, quizás la creencia y la práctica de lo prohibido dentro o fuera de nosotros.
Alguna vez, entonces, hemos visto salir esa bala por un cañón ansioso de callarnos, hambriento no de nuestra sangre sino de nuestra vida, ávido de dejarnos secos. Un proyectil caliente, tomado de nuestra propia esencia o de la propia enfermedad, hecho de nuestras propias células o de la carne de nuestra desazón.
He vivido viendo cómo esa bala viene apuntando directamente a mi centro. He pensado mucho si correr o quedarme, he perdido mucho tiempo en eso. Y hoy, tardía pero no irremediablemente, estoy quitándole el cuerpo a la trayectoria que dibuja el proyectil que disparé hace tantos años. Pues ya no quiero llegar puntual a su encuentro, a esa cita con la muerte que no adiviné construyéndose silenciosa, agazapada y definitiva.
No deseo la muerte. Deseo al menos intentar escapar al suicidio que me destiné como último ritual. No quiero la salida fácil sin haber dado la lucha, como tampoco quiero solamente sobrevivir. Sé que lo conseguiré, lo sé mientras reacciono, mientras me desvío, mientras me muevo con las uñas aferradas a un trozo de árbol, recobrando mi propia y única libertad. Aunque sé que no será mío el mérito, sino de Aquel que me ha prometido esa libertad.
«Suicidas», Iván Tamayo, 2000