Aquel cielo poblado de nubes va quedando atrás, en sonidos que, de vez en cuando, vienen pero que no consiguen apabullar este reposo, lleno de la música de los árboles al amanecer.
Por un golpe de voluntad, justo antes de enloquecer de dolor, todo puede ser cambiado. No es cierto que se tiene que soportar el sufrimiento, ni que se deba empeñar el alma en la inútil tarea de amar a un corazón que ha envejecido.
Ahora es cuando esa piel y ese aroma se diluyen en el viento que sopla a favor, que se lleva lejos lo que ayer aparecía en todo instante. Ahora es cuando sólo se distingue esa silueta en al niebla, sin más dibujo que una extrañamente relativa ensoñación. Ahora es cuando la espalda se aliviana y se puede volar. Atrás quedan la urgencia y el orgasmo, tan antiguos como exactos. Atrás, donde habita la experiencia que aguarda su tiempo para saber si será cargada en la bolsa de la anécdota, o si será eliminada en el tacho de los boletos y las cartas como recortes de prensa.
Ahora es cuando da lo mismo quien sufre o quien pierde. Porque fue vencida la tristeza, porque se ha logrado salir ileso o se ha curado la herida sangrante. Porque ha quedado claro que no se está en condiciones ni en tiempo de esperanzar. Porque los futuros posibles fueron tapados por los pretéritos indefinidos. Porque, en definitiva, no hay maestro ni discípulo, ni amante ni amado, ni cómplice ni delito.
Entonces, ahora que se alcen las manos para arrojar las primeras piedras. No huiré, pues de esto no me arrepiento ni me alimento. Adiós.
«Pasados inmediatos», Iván Tamayo, 19 de enero de 1999