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Me encuentro con un viejo compañero de la primaria que no veía desde los años ochenta, y del que tuve noticias a través de una red social. Nos citamos en un bar del centro, nos palmeamos con cariño falso, pedimos unas cervezas. Le digo: “Qué increíble, para lo que acaba sirviendo Facebook”. Se ríe fuerte, como si le estuviera tomando el pelo: “Si Facebook sirviera solamente para encontrarme con vos, gordo boludo —me dice—, yo no tendría banda ancha en casa. A mí Facebook me cambió la vida, pero de verdad”.