La vuelta de la rueda o la vuelta de tuerca. El espacio infinitamente frágil y pequeño que hay entre quedarse y empezar a caminar. Pensar que amanece, que el sol ya viene y que escucharás los pájaros, pero descubrir que enfrente tuyo está otra vez ese edificio alto, que te impedirá ver las nubes, que no te dejará en paz calentarte ni siquiera con un mínimo rayo de sol.
Recordar la paciencia, invocarla y quedarse hecho un ovillo como el armadillo esperando que pase el depredador. Y mientras no pensar. Y sentir la paciencia que a veces se parece al temor, pero sin decaer ni desanimar. Otorgar, no obligar, suceder, no traspasar.
Aborrecer la ignorancia y quedarse leyendo el horóscopo de la revista que has dejado en el baño. Entender lo que quieres entender, apresar y aferrarte a eso que dice, para que no diga nada que no querrías saber. Ignorar, no olvidar, mantener, no alimentar. Quedarse en los pasos de esa mujer que avanza como si fuera el primer día del año, irse con ella en la suela de sus zapatos, esperar la llegada probable, anunciar el saludo deseable, buscar con las manos y encontrar otra vez esa sensación antigua de haber estado allí, antes, en otro cuerpo quizás, con otros aromas. Perdonar, no abarcar, impedir, no aguantar.
Despertar otra vez, al mismo lado de la cama, sin posibilidad de encontrar. Descubrir que todo tiene dos lados y que el opuesto ya lleva demasiado tiempo vacío, pero no apurarse por el tiempo sino por el vacío, y confesar que no es el vacío sino lo que has visto al otro lado, por momentos, por instantes, y querer decirlo a los ojos pero sentarte a la mesa nuevamente solo.
Entonces cambiar de lugar los objetos y los muebles, para que el otro lado, el opuesto, el vacío, esté lleno de luz, para que sea hacia la ventana, de cara a la luz. Y entender el pequeño estallido del reflejo que el parabrisas de un coche lanza directo a la ventana. Encandilarse, no escuchar, acercarse, no esperar. Entonces arrojarse nuevamente a la calle y saltar. Desprenderse, no tocar, buscarse, no angustiar, querer, no pesar.
Ver finalmente al fondo de todo el milagro de la nada, confiarse, no pasar, y seguir creyendo que es bueno, que será, que se fueron, que cambiarán. Abandonar el destino de espejo, dejar de temblar. Creer en un período de tiempo que aún no es, vencerse y vencerles, creer que has hecho lo correcto, que mereces el siguiente paso, que podrás, que no te rendirás, y saltarse el mono que se rasca la cabeza, y reírse de la propia angustia, y dejar que todo esté en paz. Y callarse mucho, y no hablarse demás. Y pensar muy poco, y convertir la vida en un billete de curso legal, en una fila en que siempre te toca esperar, y volver a recordar la paciencia, y creer en la fábula de un dios extraordinariamente perverso, que se guarda los finales más allá de donde queda el final.
¿Cómo se hace?
«¿Cómo se hace?», Iván Tamayo, 7 de oct. 2005