Aparato instantáneo óculo-cerebral de fotos

A

I

Cuando ella aparece en la acera por la que voy caminando, y la veo venir, todo se detiene, instantáneamente, inevitablemente. Y comienza entonces a transcurrir todo en cámara lenta, y ya no sé si hay colores, qué ruido llena la calle en este segundo o si por el cielo cruza o no un avión. Ella se convierte en el vórtice que ha acallado todos los colores, sonidos y aromas. Dura una milésima de segundo, y en ese lapso breve como el estallido de una gota contra el cristal del coche, ella gira su rostro, mira hacia donde estoy y lanza una sonrisa más breve aún: la comisura de sus labios se eleva apenas un milímetro, y sus ojos sueltan un destello que no sé atrapar, que no tengo cómo ni con qué atrapar. Entonces mi memoria la graba, inmediatamente soft, en el gesto preciso, en el instante irrepetible. Y comienza el segundo siguiente, y todo vuelve a escucharse, a moverse, a suceder. Ése es el momento en que maldigo que nadie haya inventado aún una cámara que vea a través de nuestros ojos, que nadie note que la llevamos (para no arruinar la espontaneidad), y que se dispare apenas con desear atrapar esa imagen. Un clic infinitesimal, un rayito de luz atrapado en plena travesura, una emoción captada con el sabor de lo irrepetible.

II

Es el abrazo de mi abuelo en la despedida, es la puerta de su casa. Es su voz diciéndome que «cuando vuelvas, ven a verme, no importa donde esté». Y es el brillo tierno y melancólico de su mirada despidiéndose de mí. Son esos ojos mirando a través de mí, marrones, llenos de imágenes que no alcancé nunca a ver. Es su vida en una milésima, es un abrazo de árbol en un saludo de niño que se despide sabiendo que no se va definitivamente. Son sus manos firmes aún apretando mis hombros, es el único abrazo suyo que recuerdo, quizás el único que me dio en 32 años. Y quisiera entonces haber tenido esa cámara incrustada en alguna parte de mi cerebro para grabar ese brillo y ese gesto. Para mirarlo ahora impreso en un papel, cuantas veces quisiera, hartarme de mirarlo, poder sentarme a conversar y decir «Mira, este fue el último abrazo de mi abuelo». Pero no existe.

III

Metro de Santiago, invierno, mediodía. La gente se mueve desde sus trabajos y hacia sus trabajos. Se buscan excusas para aglomerarse al mediodía y volver siempre al mismo lugar donde han pasado la mañana. Pasarán la tarde también allí, pero tendrán la ilusión de haber hecho algo al mediodía que divide las dos jornadas y parte en dos un mismo lugar. No sabes por qué, ni para qué, pero corres, te dejas empujar por el ritmo de la manada humana en el Metro. Hace calor, es mucha gente y mucha ropa para tan pocos metros cúbicos de aire. Casi daría igual si fuera verano.

Te haces a un lado para esperar que pasen los que llevan más prisa, esperas retomar tu ritmo más pausado. Y entonces sucede: por la orilla, empujada por la manada, viene aquella mujer que no ves hace años, que dejaste de ver por, bueno, por la razón que fuera, que hubieras querido volver a ver pero en otras circunstancias. Y te ve, te reconoce, y desvía la mirada un momento, como esperando que desaparezcas tragado por la manada, y nada, allí sigues, fijo en su avance. Piensas en decirle algo, en acercarte y decir una nonada pero, como siempre, no se te ocurre nada. Y ella sigue avanzando, ya casi pasando frente donde estás casi detenido, al borde de la corriente de gente. Ella te mira de reojo, con un gesto que siempre creyó aristocrático pero que, evidentemente, confunde con desprecio. Intenta pasar sin mirarte directamente a los ojos, pero le ganas ese mínimo round con tu mirada buscando la suya y, con tu mejor cara de idiota, consigues provocarle una micro-sonrisa, el temblor de labios que hubieras querido guardar con tu «dispositivo fijador de emociones». Ella siguió sin detenerse, se fue, nunca más la viste, pero te quedaste con esa victoria, «chirle» como diría Benedetti, pero victoria al fin. Grata por lo inesperada, y efímera, malditamente efímera por no poseer ese bendito aparato que hoy he venido a describir, intentando que alguien, de una vez por todas, lo fabrique, para el bien tuyo, mío y de toda la Humanidad fotográficamente sensible.

comentario

por Iván Tamayo

Mi nombre es Iván Tamayo e impulso.blue es mi sitio personal, y la forma que he encontrado para guardar y compartir anotaciones, hallazgos, historias e ideas que pueden ser (o no).

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