Llovía aquella mañana y todavía estaba muy oscuro. El chico de los periódicos había terminado casi su recorrido cuando llegó al cafetín y entró a tomarse una taza de café. Era un sitio que estaba abierto toda la noche y pertenecía a un hombre amargado y mezquino llamado Leo. Después de la calle desolada y vacía, tenía un aire simpático y alegre; junto a la barra había un par de soldados, tres tejedores de la fábrica y, en la punta, un hombre encorvado, con la nariz y media cara dentro de un jarro de cerveza. El chico llevaba un casco como el de los aviadores. Cuando entró en el café se lo desató y levantó la orejera derecha sobre su orejita colorada. Casi siempre, mientras bebía el café, alguien le decía algo cariñoso. Pero esa vez Leo no le miró y ninguno de los hombres le habló. Pagó, y ya se iba, cuando una voz llamó:
—Hijo. Eh, hijo.
Se volvió y el hombre de la esquina le hacía señas con el dedo llamándole. Había levantado la cara del jarro de cerveza y parecía de repente muy feliz. El hombre era largo y pálido, con una gran nariz y el pelo anaranjado marchito.
—Eh, hijo.
El chico de los periódicos fue hacia él. Era flaco y tenía unos doce años y un hombro más alto que otro por el peso del saco de periódicos. Tenía la cara chupada y pecosa y sus ojos eran unos ojos redondos de niño.
—¿Qué, señor?
El hombre puso una mano sobre los hombros del chico de los periódicos, luego le cogió la barbilla y le movió despacio la cara de un lado para otro. El chico retrocedió incómodo.
—Diga, ¿qué quiere?
La voz del chico era chillona. El café de pronto se quedó muy silencioso. El hombre dijo despacio: —Te quiero.
En la barra los hombres se rieron; el chico ya se había echado para atrás, y quería irse, no sabía qué hacer. Miró por encima del mostrador a Leo y Leo le miraba con una mueca aburrida de burla. El chico intentó reírse también, pero el hombre estaba serio y triste.
—No he querido tomarte el pelo, hijo. Siéntate y toma una cerveza conmigo. Tengo que explicarte una cosa —dijo.
Cautamente, con el rabillo del ojo, el chico de los periódicos consultó con los hombres de la barra, preguntándoles qué hacer. Pero ellos habían vuelto a sus cervezas y a sus desayunos y no le hicieron caso. Leo puso en el mostrador una taza de café y una jarrita de nata.
—Es menor de edad —dijo.
El chico de los periódicos trepó hacia el taburete. Su oreja, debajo de la orejera levantada, era muy pequeña y muy colorada. El hombre asentía con la cabeza seriamente.
Es importante —dijo. Y buscó en el bolsillo de atrás y sacó algo que enseñó en la palma de la mano para que lo viera el chico.
—Míralo atentamente— dijo.
El chico miró, pero no había nada que mirar con atención. El hombre tenía una fotografía en la palma de la mano grande y mugrienta. Era un rostro de mujer. Tan borroso que solamente se veían con claridad el traje y el sombrero que llevaba.
—¿Ves? —dijo el hombre.
El chico asintió y el hombre le enseñó otra fotografía. La mujer estaba de pie en una playa, en traje de baño. El traje de baño le hacía un estómago muy grande, eso era lo primero que se notaba.
—¿Has mirado bien?
Se inclinó más todavía acercándose y, finalmente, preguntó: —¿La habías visto antes?
El chico estaba sentado sin moverse, mirando de soslayo al hombre.
—No, que yo sepa.
—Muy bien —el hombre se volvió a meter las fotografías en el bolsillo. —Era mi mujer.
—¿Murió? —preguntó el chico.
Despacio, el hombre negó con la cabeza. Frunció los labios como si fuera a silbar y contestó de manera indecisa: —Eh…—dijo. —Te explicaré.
La cerveza, en el mostrador, delante del hombre, estaba en su gran jarro oscuro. No la cogió para beber; en vez de eso, se inclinó y, poniéndole la cara sobre el borde, estuvo así un momento. Luego, con ambas manos, agarró el jarro y sorbió.
—Cualquier noche te vas a dormir con tu narizota dentro del jarro y te ahogarás —dijo Leo. —“Eminente forastero ahogado en cerveza”. Sería una muerte muy graciosa.
El chico de los periódicos trató de hacer una seña a Leo. Cuando el hombre no miraba volvió la cabeza e hizo un gesto con la boca como si preguntara sin hablar: —¿Está borracho?
Pero Leo levantó las cejas y se volvió para poner dos trozos de tocino en la parrilla. El hombre apartó de él el jarro, se irguió y juntó sus manos sueltas y huesudas sobre el mostrador. Tenía la cara triste, mirando al chico. No pestañeaba; sólo, de vez en cuando, bajaba los ojos de color verde pálido. Estaba casi amaneciendo y el chico se cambió de hombro el peso del saco de periódicos.
—Estoy hablando de amor —dijo el hombre. —Para mí es una ciencia.
El chico se empezó a escurrir del taburete. Pero el hombre levantó el índice y hubo algo que retuvo al chico, que no le dejó moverse.
—Hace doce años me casé con la mujer de la fotografía. Fue mi mujer durante un año, nueve meses, tres días y dos noches. La quería. Sí… —aclaró su voz ronca y dijo de nuevo. —La quería y pensaba que ella también me quería a mí. Yo era maquinista de ferrocarriles. Ella tenía todas las comodidades y lujos en casa. Nunca se me pasó por la cabeza que no estuviera satisfecha. Pero, ¿sabes lo que pasó?
—¡Hummm…! —dijo Leo. El hombre no quitaba los ojos de la cara del chico: —Me dejó. Una noche, cuando volví, la casa estaba vacía y ella se había ido. Me dejó.
—¿Con un fulano? —preguntó el chico.
Suavemente, el hombre puso la palma de la mano sobre el mostrador.
—Claro, naturalmente, hijo. Una mujer no se escapa de esa manera, sola.
El café estaba tranquilo; la lluvia, negra e interminable, en la calle. Leo aplastó el tocino que se estaba friendo en las púas de su gran tenedor.
—Así que llevas doce años persiguiendo a esa… ¡Asqueroso viejo verde!
El hombre miró a Leo por primera vez:
—Por favor, no seas grosero. Además, no te estoy hablando a ti —se volvió hacia el chico y le dijo en tono de confianza y secreto: —No vamos a hacerle ningún caso, ¿eh?
El chico de los periódicos asintió, no muy convencido.
—Fue así —continuó el hombre. —Soy una persona que se impresiona mucho con las cosas. Durante toda mi vida, una cosa tras otra me han impresionado: la luz de la luna, las piernas de una chica bonita… Una cosa tras otra. Pero la cuestión es que, cuando había disfrutado de algo tenía una sensación extraña, como si estuviera dentro de mí andando suelta. Nada parecía llegar a terminarse ni a encajar con las otras cosas. ¿Mujeres? Ya tuve mi ración de ellas. Es lo mismo. Después, quedaban vagando sueltas en mí. Yo era un hombre que no había amado nunca.
Cerró los párpados muy despacio y el gesto fue como la caída del telón cuando termina un acto en el teatro. Cuando habló de nuevo tenía la voz excitada y las palabras venían de prisa; los lóbulos de sus orejas grandes y sueltas parecían temblar.
—Luego encontré a esta mujer. Yo tenía cincuenta y un años; ella siempre decía que tenía treinta. La encontré en una estación de servicio y nos casamos a los tres días. ¿Y sabes cómo nos fue? No puedo ni decírtelo. Todo lo que siempre había sentido estaba reunido alrededor de esta mujer. Ya no había más cosas sueltas dentro de mí, todo estaba concluido en ella.
El hombre se calló de repente y se dio golpes en la nariz larga. Su voz se sumergió en un tono bajo, firme, de reproche.
—No lo estoy explicando bien. Lo que pasó fue esto. Ahí estaban esos sentimientos hermosos y esos pequeños placeres sueltos, dentro de mí. Y esta mujer era para mi alma algo así como una cinta que los ataba. Hacía pasar por ella esos poquitos de mí mismo y salía completo. ¿Me sigues ahora?
—¿Cómo se llamaba? —preguntó el chico.
—Oh —dijo él. —Yo la llamaba Dodo. Pero eso no tiene importancia.
—¿Y trató usted de hacerla volver?
El hombre no pareció oír.
—En esas circunstancias, ya te puedes imaginar cómo me quedé cuando me dejó.
Leo cogió el tocino de la parrilla, y dobló dos tajadas dentro de un panecillo. Tenía una cara gris, con ojos hundidos, una nariz respingada y salpicada de suaves sombras azules. Uno de los obreros textiles pidió más café y Leo se lo sirvió. Leo no dejaba que repitieran gratis. El obrero desayunaba allí todas las mañanas, pero cuanto más conocía Leo a sus clientes, más tacaño era con ellos. Se puso a roer su bocadillo como si se lo escatimara a sí mismo.
—¿Y no la encontró usted nunca?
El chico no sabía qué pensar del hombre, y su cara parecía incierta, con una mezcla de curiosidad y duda. Era nuevo en el recorrido de los periódicos; todavía le parecía raro estar fuera por la ciudad en la madrugada negra y extraña.
—Sí —dijo el hombre, tomé algunas medidas para hacerla volver. —Estuve por ahí tratando de localizarla. Fui a Tulsa, donde ella tenía parientes. Fui a Mobile. Fui a todas las ciudades que había mencionado alguna vez, buscando a todos los hombres que habían tenido alguna relación con ella. Tulsa, Atlanta, Chicago, Cheehaw, Memphis… Durante casi dos años corrí por todo el país tratando de encontrarla.
—Pero la pareja había desaparecido de la faz de la tierra —dijo Leo.
—No le escuches —dijo el hombre confidencialmente. —Y además olvida esos dos años. No son importantes. Lo que importa es que por el tercer año me empezó a pasar una cosa muy curiosa.
—¿Qué? —preguntó el chico.
El hombre se dobló e inclinó el jarro para beber un sorbo de cerveza. Pero mientras se agachaba sobre el jarro las aletas de la nariz le temblaron ligeramente; olfateó el olor rancio de la cerveza y no bebió.
—La verdad es que el amor es una cosa extraña. Al principio no pensaba más que en que volviera. Era una especie de manía. Luego, según pasaba el tiempo, trataba de recordarla, pero, ¿sabes qué ocurría?
—No —dijo el chico.
—Cuando me tumbaba en la cama y trataba de pensar en ella, mi cabeza se quedaba en blanco. No podía verla. Y entonces sacaba sus fotografías y las miraba. Nada, no había nada que hacer. Era como si no la viera. ¿Puedes imaginarlo?
—¡Eh, tío! —gritó Leo a través del mostrador. —¿Puedes imaginarte la cabeza de este borracho en blanco?
Despacio, como si espantara moscas, el hombre movió la mano. Tenía sus ojos verdes fijos y concentrados en la carita chupada del chico de los periódicos.
—Pero un pedazo de cristal inesperado en la acera o una canción de cinco centavos en un gramófono automático, una sombra en una pared por la noche, y recordaba. A veces me ocurría por la calle y yo me echaba a llorar y me golpeaba la cabeza contra un farol. ¿Me comprendes?
—Un trozo de cristal… —dijo el chico.
—Cualquier cosa. Daba vueltas por ahí y no tenía poder sobre cómo y cuándo recordarla. Uno cree que se puede poner encima una especie de blindaje. Pero el recuerdo no viene al hombre así, de frente, viene por las esquinas, dando rodeos. Estaba a merced de todo lo que oía o veía. De repente, en vez de ser yo el que atravesaba el país para encontrarla, empezó ella a perseguirme en mi propia alma. Ella, persiguiéndome a mí, ¡fíjate! Y en mi alma.
El chico preguntó finalmente:
—¿Por qué parte del país estaba usted entonces?
—Huy —gruñó el hombre. —Era un pobre mortal enfermo. Era como la viruela. Te confieso, hijo, que me emborraché, forniqué, cometí cualquier pecado que de pronto me apeteciera. Me avergüenza confesártelo, pero así es. Cuando recuerdo esa temporada, está todo confuso en mi mente; fue terrible.
El hombre inclinó la cabeza y pegó la frente al mostrador. Durante unos segundos estuvo así, doblado, con la nuca nervuda cubierta de una pelambrera anaranjada y las manos, con sus largos dedos retorcidos, palma contra palma, en actitud de rezar. Luego el hombre se irguió; sonreía y de pronto su rostro fue un rostro radiante, trémulo y viejo.
—Pasó en el quinto año —dijo. —Y con él empezó mi ciencia.
La boca de Leo se movió con una mueca pálida y rápida:
—¡Vaya! Ninguno de nosotros se va haciendo más joven —dijo. Luego, con furia repentina, hizo una pelota con el paño de secar que tenía en la mano y lo tiró con fuerza al suelo: —¡Vaya Romeo viejo con el rabo a rastras!
—¿Qué pasó? —preguntó el chico.
La voz del viejo era alta y clara:
—Paz —contestó.
—¿Eh?
—Es difícil explicarlo científicamente, hijo. Me figuro que la explicación lógica es que ella y yo nos habíamos perseguido tanto tiempo que al fin nos hicimos un lío, nos echamos atrás y lo dejamos. Paz. Un vacío extraño y hermoso. Era primavera en Portland y llovía todas las tardes. Yo me quedaba allí, en mi cama, echado en la oscuridad. Y así me vino la sabiduría.
La luz del nuevo día teñía de azul pálido las ventanas del cafetín. Los dos soldados pagaron sus cervezas y abrieron la puerta; uno de ellos se peinó y sacudió sus polainas fangosas antes de salir. Los tres obreros se encorvaron en silencio sobre sus desayunos. El reloj de Leo sonó en la pared.
—Es esto. Escucha atentamente. Medité sobre el amor y saqué la conclusión. Me di cuenta de qué es lo que nos pasa. Los hombres se enamoran por primera vez. Y, ¿de qué se enamoran?
La tierna boca del niño estaba medio abierta y no contestó.
—De una mujer —dijo el viejo. —Sin sabiduría, sin nada para poder ir por ahí, emprenden la experiencia más sagrada y peligrosa de este mundo. Se enamoran de una mujer. ¿Es esto, no, hijo?
—Sí —dijo el chico desmayadamente.
—Empiezan por el revés del amor. Empiezan por el punto crítico. ¿Te das cuenta de por qué es algo tan desgraciado? ¿Sabes cómo deberían querer los hombres?
El viejo alargó la mano y agarró al chico por el cuello de la chaqueta de cuero. Le sacudió suavemente y sus ojos verdes miraron hacia abajo sin pestañear, graves.
—Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor?
El chico seguía sentado, pequeño, callado, tranquilo. Poco a poco movió la cabeza. El viejo se acercó más y murmuró:
—Un árbol. Una roca. Una nube.
Todavía llovía fuera en la calle: una lluvia sin fin, suave y gris. La sirena de la fábrica sonó para el turno de las seis, y los tres obreros pagaron y se fueron. En el café no quedaban más que Leo, el viejo y el chico de los periódicos.
—El tiempo estaba así en Portland —dijo— en la época en que empezó mi sabiduría. Medité y empecé con precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un pececillo dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa a la otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica. En el camino de Portland a San Diego…
—¡Oh, cierra el pico! —aulló Leo de repente. —¡Calla, calla!
El viejo seguía agarrando la chaqueta del chico; temblaba y su rostro estaba muy serio, iluminado, salvaje.
—Ya hace seis años que voy por ahí solo haciéndome mi saber. Y ahora soy un maestro, hijo. Puedo amarlo todo. No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y una luz hermosa dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro con un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede significar una ciencia como la mía?
El chico se sostenía, tieso con las manos curvadas agarrando fuertemente el borde del mostrador. Al fin, preguntó:
—¿Y encontró a aquella señora?
—¿Qué? ¿Qué dices, hijo?
—Digo —preguntó tímidamente el chico—, ¿se ha vuelto a enamorar de alguna mujer?
El hombre aflojó las manos del cuello del chico. Se volvió y por primera vez asomó a sus ojos verdes una mirada vaga y dispersa. Levantó el jarro del mostrador y bebió la cerveza dorada. Movía la cabeza despacio, de un lado a otro. Por fin, contestó:
—No hijo. Fíjate, ése es el último paso en mi ciencia. Voy con cuidado. Todavía no estoy preparado del todo.
—Bueno —dijo Leo. —Bueno, bueno.
El viejo estaba de pie en el vano de la puerta abierta.
—Acuérdate —dijo. Allí, en medio de la húmeda luz gris de la madrugada parecía encogido, andrajoso y frágil, pero su sonrisa era luminosa. —Acuérdate de que te quiero —dijo, sacudiendo la cabeza por última vez. Y la puerta se cerró sin ruido detrás de él.
El chico no habló durante un buen rato. Se alisó el pelo sobre la frente, y pasó su dedito mugriento por el borde de la taza vacía. Después, sin mirar a Leo, preguntó:
—¿Estaba borracho?
—No —dijo Leo.
El chico levantó aún más su voz clara:
—Entonces, ¿es un drogadicto?
—No.
El chico miró a Leo, con una carita fea y desesperada y su voz chillona y urgente:
—¿Está loco, pues? ¿Crees que está chiflado? —la voz del chico de los periódicos bajó de pronto con una duda: —¿Eh, Leo? ¿O no?
Pero Leo no le contestó. Hacía catorce años que tenía su café nocturno y se consideraba experto en locuras. Estaban los tipos de la ciudad y también los forasteros que llegaban como si vinieran del fondo de la noche. Conocía las manías de todos. Pero no quiso satisfacer la curiosidad del niño. Contrajo su cara páida y siguió callado.
Así, el chico se bajó la orejera derecha del casco y, volviéndose para marcharse, hizo el único comentario que le parecía seguro, la única observación que no podía ser ridiculizada ni despreciada:
—Se nota que viajó mucho.