Claudia, aquella niña sonriente que se llevaba mis mejores dibujos y mis intentos de escribir cosas parecidas a poemas a los 20 años, me había insistido mucho recomendándome «El Alquimista», un libro de un autor brasileño escasamente conocido en Chile entonces: Paulo Coelho. Decía que era un libro pequeño, sólido y lleno de magia, como una cajita de música. Que seguramente me gustaría leerlo. Y luego se había ido, de vuelta a Brasil, su país adoptivo. De regalo me dejó el interés de aprender el portugués, el placer de poder leer y entender las canciones de Os Paralamas do Sucesso, la música de la MPB y otros tesoros que se han ido agregando conforme han pasado los años. Casi 20 desde entonces. Y me dejó, por cierto, la inquietud por leer ese libro, de encontrarlo. Y, a pesar de haberlo buscado hasta que casi se convirtió en obsesión, de encargarlo en las principales librerías y de pedírselo aún a cobro revertido, el libro no apareció.
La Teva, esa amiga-hermana con quien nos gastábamos los zapatos dos o tres veces por año, siguiendo el curso del río Mapocho, horas sin parar de conversar y sin querer despedirnos, me citó un día para enseñarme «el arte de buscar y encontrar». Nos fuimos al «Mercado Persa» de la calle Bío-Bío, a sus galpones de mercadillo lleno de cosas usadas y nuevas, pirateadas y originales, de cocinería con olor a fritura, de mañana con olor a jugo de naranjas, de ruido y de música. Íbamos a practicar «una búsqueda intensa y efectiva», según ella. La idea era simple, demasiado simple para ser verdad: «Tienes que imaginar aquello que buscas, imaginarlo sin pensar en la posibilidad de no encontrarlo, imaginarlo como si ya estuviera en tus manos. Cuando lo visualices, lo tendrás».
Paseamos por un par de galpones, la Teva no quería decir lo que buscaba, seguramente se concentraba en encontrarlo. Cuando le pregunté era casi mediodía, era verano y hacía bastante calor y me dijo escuetamente: «Buscamos unas fotos de Gerard Depardieu, de ésas fotos que ponen a la entrada de los cines». Silencio mío, estupor o sorpresa. ¿Quién podría tener fotos de Depardieu? Y lo peor, ¿quién podría quererlas? Bueno, ella, ciertamente. Pero era algo tan específico que… Dudas, las acostumbradas y aprendidas-desde-pequeño, dudas.
Fue casi al final de uno de los pasillos, justo al lado de una tiendita donde vendían una «Victrola», original, funcionando. La Teva se detuvo a mirar unos antiguos relojes de bolsillo, restaurados. Se le acercó un viejito, de bigote cano y sonrisa abierta: «¿Qué busca, hija?». «Estaba mirando estos relojes, pero busco unas fotos», respondió ella devolviéndole la sonrisa. «Yo tengo unas cajas con fotos, si quiere revisarlas. Venga, pase por aquí y sáquelas». Y la Teva se metió rápida en el estrechísimo pasillo que llevaba a la trastienda, y volvió riéndose con una caja llena de fotos, y casi ordenándome con la mirada: «Hay otra, esa es tuya». La otra caja era igual de grande y pesada, llena de fotos en color y blanco y negro, fotos de cine.
Sentados en el patio del galpón, a la orilla de la tiendita, a pleno sol, directamente en la tierra, comenzamos a bucear en esas cajas. Yo no podía ayudar más que a revolver la caja que me había tocado, yo no visualizaba al Depardieu ése por ninguna parte (creo que lo único que había visto de él era una película en que hacía de padre incestuoso de Vanessa Paradis y, obviamente, no era él quien me había interesado más). Asumí mi tarea de «escarbador» y comencé a mirar fotos. Estaban las de las películas eróticas y no, de fines de los ’70 y principio de los ’80, la mayoría italianas. Virna Lissi, Claudia Mori, Gloria Guida, Edwige Fenech, Stefania Sandrelli, vestidas de profesoras, enfermeras, estudiantes, bailarinas, policías… pero Depardieu no me aparecía por ninguna parte.
Aburrido un poco, acalorado bastante, en la mitad de la caja comencé a pasar por alto algunas fotos, mirándolas rápidamente de manera que se acabaran pronto. La Teva, con un ojo puesto en lo que yo hacía, me dijo: «Paciencia, es la clave de buscar y encontrar. Si te aburres de buscar, es que no deseas encontrarlo. Sigue, mira con cuidado, puede que aparezca alguna». Como niño pequeño, volví a la búsqueda, irritado un poco por el regaño leve. No pasó un minuto hasta que ella me tocó el hombro y me dijo: «¡Mira!», y me enseñó una foto. ¡Allí estaba el franchute, en colores, vestido de rey, con capa granate, alfombra y todo eso! Y, después de pasar unas 10 fotos, apareció otra, y otra más. Recuento final: yo cero, ella quince.
Feliz como estaba ella el noventa y nueve por ciento de las veces, le dio las fotos al vendedor para que las contara y le dijera el precio. Él, feliz de verla que había encontrado lo que buscaba, y seguramente encantado por su sonrisa, le dijo que le haría una rebaja: las fotos costaban cien pesos cada una, y le dejó las quince por mil pesos. Las puso en un sobre, se dieron las gracias, ella me tomó del brazo, radiante con sus fotos como señal de victoria, y me llevó por el pasillo.
Antes de llegar a la esquina por donde deberíamos doblar si queríamos escaparnos de la insolación me dijo: «Es tu turno. Piensa en algo que quieras.» Busqué en mi mente, encontré «El Alquimista», pero lo descarté inmediatamente. Te digo, son las dudas aprendidas desde pequeño. Ella insistió: «Piensa en algo que quieras, algo difícil que quieras de verdad. Imagínalo y lo tendrás». Entonces pensé de verdad en el libro, casi desafiando la teoría de la Teva, y pensé en Claudia y en encontrarlo.
Giramos en la esquina, había un tipo joven, sentado en una silla de playa, con un walkman, escuchando no sé qué, con gafas de sol, leyendo un libro. Vi que tenía dos estanterías con libros usados, las miré rápidamente y casi pasé de largo. Se quitó los audífonos, se levantó las gafas y me preguntó si buscaba algo. Le miré sorprendido: se había levantado rápidamente y había venido directamente hacia mí. «Busco un libro…», respondí. Él había cerrado el que leía pero lo mantenía en su mano derecha. Me dijo: «Tengo uno, bien bueno; es una historia de un pastor de ovejas que se va a buscar un tesoro. Le pasan muchas cosas en el camino. Es bonita la historia. Lo estoy terminando de leer, ¿ves? Pero tiene un problema: está en portugués. Pero no es difícil de entender, se parecen un poco el portugués y el castellano». Me mostró la cubierta del libro: «O Alquimista», de Paulo Coelho. «Te va a gustar. Si quieres, vuelve en unos diez minutos, para alcanzar a terminarlo. Cuesta mil doscientos pesos, pero te lo dejo en mil. ¿Lo quieres?».
Ese día la Teva dejó de ser la Teva y se convirtió en La Maga. Y fue el primer libro en portugués que leí.
(Wrote while listening to «Easter» by Marillion)http://www.youtube.com/watch?v=jd0nSN90Hgk