¿Mujeres? Ya tuve mi ración de ellas. Es lo mismo. Después, quedaban vagando sueltas en mí. Yo era un hombre que no había amado nunca.
Obras de personas que no he tocado más que con la distancia y la admiración.
Obras de personas que no he tocado más que con la distancia y la admiración.
Me encuentro con un viejo compañero de la primaria que no veía desde los años ochenta, y del que tuve noticias a través de una red social. Nos citamos en un bar del centro, nos palmeamos con cariño falso, pedimos unas cervezas. Le digo: “Qué increíble, para lo que acaba sirviendo Facebook”. Se ríe fuerte, como si le estuviera tomando el pelo: “Si Facebook sirviera solamente para encontrarme con vos, gordo boludo —me dice—, yo no tendría banda ancha en casa. A mí Facebook me cambió la vida, pero de verdad”.
Lo que yo digo es que así no podemos seguir. O somos amater o somos profesional. Y si somos profesional que vengan los fasules. Aquí no es el Estadio, con protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí si te hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar. Lo que está bien. Pero no podés pretender que te maten y después ni se acuerden de vos.
Los ochenta comenzaron de abajo, como murmullo de quenas y guitarras tristes. No había nada que celebrar en esa escena de crímenes y torturas. No había nada que festejar bajo la pista iluminada del show pinochetero de Don Francisco. Era un país agrio, amordazado y tímido, que veía en la pantalla al acartonado Maluenda vitoreando a sus fuerzas armadas en el show de la una. El viejo hipócrita Maluenda, animador de la cueca uniformada.
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: “No importa. Que lo llamen al papá por el móvil”.
Sé de buena tinta –una tinta Montblanc, cojonuda– que el naufragio se produjo cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó «Todo a estribor» y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, respondió «Errepika ezazu agindua, mesedez», que significa, más o menos, repíteme la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una marejada cabroncilla empezó a colarse dentro.